jueves, 15 de diciembre de 2011


Ante aquella determinación era imposible decir que no.

En cuánto consiguieron escapar del bullicio de la gente y de las preguntas improcedentes, se alejaron a paso rápido, en busca de un buen bar que les calentase los paladares y el alma.

Unas calles mas arriba encontraron un lugar acogedor y sin mucho ajetreo al que decidieron entrar. Era una cafetería muy oscura y de piedra. En sus paredes, infinidad de pequeños cuadros de diversas formas y colores adornaban cada centímetro del local. Aunque sin ninguna duda, lo que más llamaba la atención eran aquellas sillas estilo barroco que acompañaban presumidas a unas simples y sencillas mesitas de madera. Un par de parejas que acampaban en las mesas más próximas a la puerta, miraban de reojo al aquel par de desconocidos que acababa de entrar. Se sentaron en una esquina, lo más alejados posible a cualquier entrometido. Sin mucho interés, se acercó un camarero rubio, de pocos centímetros de altura y de sesera y con un tono punzante preguntó:

-         ¿Qué desean?

Sin esperar respuesta alguna de Sara, Juan apuró:

-         Una tila doble para ella y un café cortado para mi, por favor.

Con un leve gruñido en lugar de gracias se alejó lentamente, dando a entender que poco le importaba la clientela, su trabajo y en general, la vida. En silencio, Sara se despojo paulatinamente de todo lo que le envolvía, mientras Juan la miraba embobado. Debajo de aquel enorme abrigo se escondía una pequeña y consumida muchacha, a la que aquella vestimenta no le hacía ninguna justicia.

Una vez se hubieron acomodado y cada uno con sus respectivas tazas Juan comenzó a hablar.

“Juan era de Barcelona, tenía 28 años y había estudiado Bellas Artes. Desde pequeño siempre tuvo facilidad para pintar, sus padres escondían todos los lápices, bolígrafos, pinturas y de más utensilios que sirviesen para dibujar porque en el momento que el pequeño tuviese alguno a la vista, ninguna pared, superficie u objeto se libraba de ser garabateado por aquellas manos, que sin saberlo aun, se convertirían en unas de las más valoradas del país.

Recientemente María, su madre, había fallecido en un accidente de coche, un conductor borracho atravesó la línea continua que separaba un sentido de otro y se estrelló contra aquella vida. Juan decidió venirse a Ourense con su abuela materna, la única que le quedaba, mientras su padre, que ya hacía unos años que solo se dedicaba a pasarles dinero, viajaba de aquí para allá sin importarle nada ni nadie más que el mismo y sus negocios.  

Le encantaba Ourense, no solo por que su abuela lo sobrealimentase de buena gana, si no porque sentía que aquella ciudad era un mundo aparte que nada tenía que ver con lo que sucedía a su alrededor.”

En cuando Juan concluyó el breve resumen de su historia, no dudo en preguntar:

-¿Y tu Sara? ¿Qué me quieres contar de tu vida?

Continuará..*

miércoles, 30 de noviembre de 2011


Asombrada y al mismo tiempo algo sonrojada, Sara deslizó suavemente las comisuras de sus labios a los extremos de su cara, hasta recomponer lo que asemejaba ser un leve gesto de alegría, ese sencillo chico había conseguido lo que poca gente en esta época, hacerle “reír”. El joven, aunque no del todo convencido, esbozo una gran sonrisa que parecía decir que merecía la pena seguir viviendo pese cualquier cosa.

-         Hola, me llamo Juan, encantado de conocerte.- declaró aquel muchacho con soltura.

Tímida aunque sorprendida no pudo evitar contestar:

-         Hola, mi nombre es Sara y esta es la mayor sonrisa que puedo ofrecerte.
-         Me gusta haber sido el que la ha conseguido.- dijo Juan, y para sorpresa de Sara continuó con un-. ¿Hacia donde vas? ¿Te importa que te acompañe?

Realmente no sabía que responder a eso. Un desconocido, bien vestido, recién afeitado, con los ojos verdes como la hierva recién cortada y con el mejor aroma que había predivido nunca le pedía compañía. Cualquiera que la conociese podía afirmar con total seguridad que a Sara se le conquistaba con el olor, sin embargo, aunque aquella sonrisa le daba una cierta seguridad, respondió seca:

-         Vale, pero si buscas compañía, yo no soy la mejor en estos momentos.

Lentamente reanudó sus pasos y aunque no se lo había pedido, Juan recorría en silencio cada zancada, vigilando que no se perdiese, acompañándola por cada rincón de aquella pequeña ciudad, protegiéndola de lo que los dos sabían: ella misma. No obstante, Juan estaba seguro que no era momento de hablar, pero cada mirada valía un paso más en el camino, cada mirada de aquella muchacha equiparaba un secreto nuevo por descubrir, el, no quería dejar de aprender nada de aquellos ojos.

Comunicándose sin palabras, se adentraban en cada recoveco oscuro y sombrío, como si quisiesen ocultarse de todo y de todos, permaneciendo invisibles para cualquier retina, como si no existiesen más que para ellos mismos. No les hacía falta decirlo, amaban esa ciudad, y cada una de sus esquinas. Sara se había dado cuenta de que ese desconocido muchacho no había dejado de sonreír en ningún momento. Extrañamente, no se sentía insegura a su lado, no le daba miedo, es más, después de lo que pudo deducir que habían sido cuarenta y cinco minutos, comenzó a desear su compañía.

Cuando llegaron a la plaza mayor, observaron como la gente se alborotaba alrededor del majestuoso árbol. Juan advirtió que Sara ni siquiera había levantado la cabeza para mirarlo. Pero de repente, algo interrumpió la magia de aquel lugar. Gran parte de aquellas personas se desplazaron agolpadamente hacia lo que parecía ser una persona. Una señora que ya rozaba los setenta chillaba como loca, aunque desde donde estaban no eran capaces de deducir sus palabras, la gente cuchicheaba que alguien le había robado la cartera, entre el tumulto, alguien empezó a correr hacia ellos, Sara absorta en su mundo, no se percató de la escena hasta que se encontró en el suelo empujada por aquel chaval que seguía corriendo perseguido por tres hombres. Nerviosa y aturdida no supo más que murmurar un leve:

-         Estoy bien.

A lo que Juan, preocupado mientras la recogía del suelo, otorgó:

-         Vamos que te invitó a un café

Continuará...*

martes, 29 de noviembre de 2011


Hacía unos días que ya habían puesto la iluminación. Ourense, sonreía a sus gentes adornado con una inmensa cantidad de luces de todos los colores. Las farolas pasaban desapercibidas y algunas parecían haberse puesto envidiosamente en huelga extinguiéndose por completo. En la Plaza Mayor un árbol tan grande como el ayuntamiento reposaba descarado y emperifollado mientras la muchedumbre se agolpaba para contemplar aquella ostentación. Una extraña magia se apoderaba del gentío, los niños, poseídos de felicidad, tenían esa mirada ilusionada que parecía decir que no había nada en este mundo que no se pudiese lograr. Corrían tiempos para los soñadores y para aquellas personas a los que la vida aun no les había enseñado a sufrir. Sin embargo no existía nadie en aquella ciudad que pudiese ignorar que ya había llegado la Navidad.

Cabizbaja, con las manos en los bolsillos y con un abrigo tres veces más grande que ella, Sara recorría las calles de la zona vieja lentamente y sin destino. Nadie que pasase a su lado podía afirmarlo con total seguridad pero le rodeaba un aura algo enturbiada de luz y oscuridad que llamaba la atención a cualquiera que se fijase. Esa era la segunda Navidad que no se paraba a observar cada minúsculo detalle que le hacía recordar la época que era. Los escaparates, resplandecían si cabe, aun más fuerte a su paso, sin embargo bramaban con más rabia los villancicos y demás poesías al ser ignorados por aquella muchacha de pelo alborotado y ojos tristes que no tenía ganas de soñar. No podía asegurarlo a ciencia cierta pero creía que cada vez que alguien desechaba el decorado de una vitrina adornada, un par de luces de su aderezo se marchitaban de tristeza.

Desde pequeñita había amado aquella celebración, le encantaban los regalos, las sorpresas y los paquetes enormes envueltos a conciencia con lo que parecía ser cinta adhesiva por una dependienta que, llegó a deducir, odiaba a los niños. Pero, sin ninguna duda, no era eso lo que más ilusión le hacía, lo que más le gustaba sobre todas las cosas era disfrutar de su familia. Se sentía tan afortunada de tenerlos que, a veces, en cada carta, les pedía ingenuamente a los Reyes Magos que esas fiestas no acabaran nunca, odiaba que pudiese haber un día siguiente que ya no fuese Navidad.

Vagaba lentamente recordando el pasado feliz y el pasado que la había endurecido tanto. Le habría encantando haber sido la Peter Pan de su cuento, sin embargo creció, como cada uno de sus amigos y como cada niño debe hacerlo, y fue entonces cuando aprendió que la vida no es solo tener lo que quieres, que a veces tienes que acostumbrarte a vivir con algo que te hace daño. Sus ojos comenzaron a empañarse y antes de permitir que las tibias lágrimas acariciasen sus mejillas, se secó con una manga de la chaqueta. Hacía un año que se había prohibido llorar y lo mismo hacía que lo había echo por última vez. Cantidad de recuerdos que había querido ocultar durante un año afloraban en su mente y en su corazón. La Navidad ya no le traía felicidad. Se abandonó a sus recuerdos y todas aquellas preguntas volvieron  a surgir. Sin embargo, no tuvo tiempo de idear respuesta alguna ya que alguien interrumpió sus pensamientos.

Ella no se había percatado, pero un muchacho de pelo oscuro y ojos verdes se había comenzado a acercar a ella con entusiasmo. Y en cuánto levantó la vista al frente, escuchó:

-¿Me permites que te robe una sonrisa?

Continuará...

martes, 3 de mayo de 2011

Entro en tu casa y cierro la puerta muy despacio para no hacer ruído.

Los pocos rayos de sol que surgen esa mañana me iluminan el camino hacia tu habitación. Cómo me gustan estos momentos.

Llego a tu puerta que parece saludarme con entusiasmo; "aquí estoy otra vez". Una sonrisa de felicidad se dibuja en mi cara. Muy lentamente giro el pomo y entro, ahí estás tu, desnudo y dormido. La sábana que cuelga de tu cama deja al descubierto todo tu cuerpo. Ahora si que no me da la boca para todo lo que quiero sonreir.

Con sigilo, voy dejando una a una cada prenda que llevo puesta en el suelo. Recogo la sábana del suelo y te cubro con ella mientras me acurruco a tu lado.

Te miro, los ojos cerrados, la respiración lenta y pausada, el pelo alborotado, no puedo resistirme a tocarte y recorro con las yemas de mis dedos cada centímetro de tu cuerpo, los pelos se te erizan y en respuesta a ellos los mios también lo hacen, parece magia. Es entonces cuando tus brazos comienzan a rodearme y tus labios me sorprenden con un tímido beso que parece decir: "Buenos días mi amor"

Definitivamente soy la mujer langosta más afortunada del mundo

miércoles, 2 de febrero de 2011

¿Sabéis?

Yo siempre pensé que no tenía suerte, que podía jugar a ¡Allá tu! con solo una caja mala y la probabilidad de que me llevase un premio sería mucho menor que en el resto de las personas. Tal vez por esto mismo, por mi propensión a fallar, no me di cuenta de que existía otra suerte, la buena suerte, una suerte que se busca y por la que se debe luchar.

No me malinterpretéis, nunca fue algo que me preocupase demasiado, la suerte y la buena suerte (desconocida para mi en aquel momento) estaban ahí y yo simplemente no creía en mis posibilidades de alcanzarla, quizás porque no era capaz de hacer el mínimo esfuerzo de alargar la mano unos míseros centímetros para tocarla o sencillamente lo que me sucedía era que no creía en mi.

Pero un día apareció algo que me hizo reflexionar, cambió mi forma de pensar y mi prácticamente nulo interés por la suerte. Ese algo era un sentimiento, un sentimiento tan fuerte que escapaba de mi control y de lo único que estaba segura era que no podía dejarlo escapar, ese sentimiento por todos conocido como felicidad era generado por el amor correspondido, desde luego, encontrándolo, gasté toda la suerte que llevaba acumulada a lo largo de los años pero también aprendí a luchar por mantenerlo, a luchar por lo que quiero y a luchar para alcanzar mi buena suerte.

La buena suerte no depende del azar, si no de uno mismo, que nada te detenga.

PD: Y desde luego y sin ninguna duda tu eres la suerte de mi vida.


Sara*