miércoles, 30 de noviembre de 2011


Asombrada y al mismo tiempo algo sonrojada, Sara deslizó suavemente las comisuras de sus labios a los extremos de su cara, hasta recomponer lo que asemejaba ser un leve gesto de alegría, ese sencillo chico había conseguido lo que poca gente en esta época, hacerle “reír”. El joven, aunque no del todo convencido, esbozo una gran sonrisa que parecía decir que merecía la pena seguir viviendo pese cualquier cosa.

-         Hola, me llamo Juan, encantado de conocerte.- declaró aquel muchacho con soltura.

Tímida aunque sorprendida no pudo evitar contestar:

-         Hola, mi nombre es Sara y esta es la mayor sonrisa que puedo ofrecerte.
-         Me gusta haber sido el que la ha conseguido.- dijo Juan, y para sorpresa de Sara continuó con un-. ¿Hacia donde vas? ¿Te importa que te acompañe?

Realmente no sabía que responder a eso. Un desconocido, bien vestido, recién afeitado, con los ojos verdes como la hierva recién cortada y con el mejor aroma que había predivido nunca le pedía compañía. Cualquiera que la conociese podía afirmar con total seguridad que a Sara se le conquistaba con el olor, sin embargo, aunque aquella sonrisa le daba una cierta seguridad, respondió seca:

-         Vale, pero si buscas compañía, yo no soy la mejor en estos momentos.

Lentamente reanudó sus pasos y aunque no se lo había pedido, Juan recorría en silencio cada zancada, vigilando que no se perdiese, acompañándola por cada rincón de aquella pequeña ciudad, protegiéndola de lo que los dos sabían: ella misma. No obstante, Juan estaba seguro que no era momento de hablar, pero cada mirada valía un paso más en el camino, cada mirada de aquella muchacha equiparaba un secreto nuevo por descubrir, el, no quería dejar de aprender nada de aquellos ojos.

Comunicándose sin palabras, se adentraban en cada recoveco oscuro y sombrío, como si quisiesen ocultarse de todo y de todos, permaneciendo invisibles para cualquier retina, como si no existiesen más que para ellos mismos. No les hacía falta decirlo, amaban esa ciudad, y cada una de sus esquinas. Sara se había dado cuenta de que ese desconocido muchacho no había dejado de sonreír en ningún momento. Extrañamente, no se sentía insegura a su lado, no le daba miedo, es más, después de lo que pudo deducir que habían sido cuarenta y cinco minutos, comenzó a desear su compañía.

Cuando llegaron a la plaza mayor, observaron como la gente se alborotaba alrededor del majestuoso árbol. Juan advirtió que Sara ni siquiera había levantado la cabeza para mirarlo. Pero de repente, algo interrumpió la magia de aquel lugar. Gran parte de aquellas personas se desplazaron agolpadamente hacia lo que parecía ser una persona. Una señora que ya rozaba los setenta chillaba como loca, aunque desde donde estaban no eran capaces de deducir sus palabras, la gente cuchicheaba que alguien le había robado la cartera, entre el tumulto, alguien empezó a correr hacia ellos, Sara absorta en su mundo, no se percató de la escena hasta que se encontró en el suelo empujada por aquel chaval que seguía corriendo perseguido por tres hombres. Nerviosa y aturdida no supo más que murmurar un leve:

-         Estoy bien.

A lo que Juan, preocupado mientras la recogía del suelo, otorgó:

-         Vamos que te invitó a un café

Continuará...*

martes, 29 de noviembre de 2011


Hacía unos días que ya habían puesto la iluminación. Ourense, sonreía a sus gentes adornado con una inmensa cantidad de luces de todos los colores. Las farolas pasaban desapercibidas y algunas parecían haberse puesto envidiosamente en huelga extinguiéndose por completo. En la Plaza Mayor un árbol tan grande como el ayuntamiento reposaba descarado y emperifollado mientras la muchedumbre se agolpaba para contemplar aquella ostentación. Una extraña magia se apoderaba del gentío, los niños, poseídos de felicidad, tenían esa mirada ilusionada que parecía decir que no había nada en este mundo que no se pudiese lograr. Corrían tiempos para los soñadores y para aquellas personas a los que la vida aun no les había enseñado a sufrir. Sin embargo no existía nadie en aquella ciudad que pudiese ignorar que ya había llegado la Navidad.

Cabizbaja, con las manos en los bolsillos y con un abrigo tres veces más grande que ella, Sara recorría las calles de la zona vieja lentamente y sin destino. Nadie que pasase a su lado podía afirmarlo con total seguridad pero le rodeaba un aura algo enturbiada de luz y oscuridad que llamaba la atención a cualquiera que se fijase. Esa era la segunda Navidad que no se paraba a observar cada minúsculo detalle que le hacía recordar la época que era. Los escaparates, resplandecían si cabe, aun más fuerte a su paso, sin embargo bramaban con más rabia los villancicos y demás poesías al ser ignorados por aquella muchacha de pelo alborotado y ojos tristes que no tenía ganas de soñar. No podía asegurarlo a ciencia cierta pero creía que cada vez que alguien desechaba el decorado de una vitrina adornada, un par de luces de su aderezo se marchitaban de tristeza.

Desde pequeñita había amado aquella celebración, le encantaban los regalos, las sorpresas y los paquetes enormes envueltos a conciencia con lo que parecía ser cinta adhesiva por una dependienta que, llegó a deducir, odiaba a los niños. Pero, sin ninguna duda, no era eso lo que más ilusión le hacía, lo que más le gustaba sobre todas las cosas era disfrutar de su familia. Se sentía tan afortunada de tenerlos que, a veces, en cada carta, les pedía ingenuamente a los Reyes Magos que esas fiestas no acabaran nunca, odiaba que pudiese haber un día siguiente que ya no fuese Navidad.

Vagaba lentamente recordando el pasado feliz y el pasado que la había endurecido tanto. Le habría encantando haber sido la Peter Pan de su cuento, sin embargo creció, como cada uno de sus amigos y como cada niño debe hacerlo, y fue entonces cuando aprendió que la vida no es solo tener lo que quieres, que a veces tienes que acostumbrarte a vivir con algo que te hace daño. Sus ojos comenzaron a empañarse y antes de permitir que las tibias lágrimas acariciasen sus mejillas, se secó con una manga de la chaqueta. Hacía un año que se había prohibido llorar y lo mismo hacía que lo había echo por última vez. Cantidad de recuerdos que había querido ocultar durante un año afloraban en su mente y en su corazón. La Navidad ya no le traía felicidad. Se abandonó a sus recuerdos y todas aquellas preguntas volvieron  a surgir. Sin embargo, no tuvo tiempo de idear respuesta alguna ya que alguien interrumpió sus pensamientos.

Ella no se había percatado, pero un muchacho de pelo oscuro y ojos verdes se había comenzado a acercar a ella con entusiasmo. Y en cuánto levantó la vista al frente, escuchó:

-¿Me permites que te robe una sonrisa?

Continuará...